El mismo concepto de “prejuicios cognitivos” del que habla David, el comentarista a la entrada anterior es muy controvertido y manipulable. ¿En qué podemos basarnos para calificar el juicio razonado de un individuo adulto que le induce a discriminar a un colectivo en un asunto privado como “prejuicio cognitivo”? ¿Es que existe algún criterio para decidir qué juicios eran menos fundamentados que otros que no pase por examinar su “performance” en la realidad? Si el empresario en cuestión discriminaba contra los rubios con gafas basándose en falsa evidencia, lo habrá hecho contra su propio bolsillo. Mi opinión es que esa es la única penalización socialmente permisible.
Cualquier otra en el ámbito privado sólo es otra cara oculta del abuso de poder del Estado (o de un grupo de presión detrás de este) disfrazada (FASCISMO con mayúsculas, vaya, y una lesión de derechos fundamentales). Otra cosa muy diferente es difundir públicamente información falsa y/o tendenciosa contra algún colectivo. Eso sí es reprobable y se puede argumentar que debería prohibirse, pero en cualquier caso, es otra cuestión diferente.
Por ejemplo: si un colectivo identificable tiene una tasa de criminalidad significativamente por encima de otro y yo soy el empresario que contrata, obviamente utilizaré esa información relevante en promedio. Si los costes de obtener información más exacta de los candidatos son pequeños, invertiré en realizar entrevistas individuales exhaustivas (porque me interesa, no por mi sentido de la justicia social..), pero a igualdad de todo lo demás, y dados costes de adquisición de información altos, preferiré contratar a individuos del grupo socialmente menos conflictivo. Lo haré por mi propio interés (y eso beneficiará también a la sociedad, ya que mi negocio tendrá menos probabilidad de tener problemas y terminar el servicio). Cualquier interferencia en esa decisión privada, digámoslo claramente, primará el bienestar del colectivo perjudicado a expensas de la sociedad y nos dejará a los que no vamos a padecer sus efectos negativos (no estamos en el negocio del empresario) con la conciencia tranquila. Como casi siempre, la “solidaridad social” acaba siendo casi sin excepciones pagada por otros bolsillos.
Los prejuicios que se dan por sentado contra las mujeres (y que una legión de sociólogos y antropólogos de izquierdas llevan décadas tratando de que la asumamos como una verdad incontrovertible) no tiene sentido económico que existan. La excepción es la explotación sistemática en el tiempo de un sexo por otro, algo que en mi opinión se ha exagerado muchísimo. Es cierto que hombres y mujeres tienen derechos y obligaciones diferentes en muchas sociedades y culturas, pero cuando se miran los detalles de la estructura productiva, las condiciones ecológicas y sociales de supervivencia y las diferencias biológicas entre sexos, aparece una explicación del presunto prejuicio clara. Por ejemplo, como explica convincentemente Marvin Harris (“Nuestra Especie”, “Vacas, Cerdos, guerras y brujas”), las diferencias de la tecnología agraria entre el norte y el sur de la India pueden explicar perfectamente el diferente valor del sexo femenino en ambas partes. Asimismo, parece cierto que las culturas más machistas del mundo y que menos valoran el sexo femenino padecen también la lacra de la guerra endémica más destructiva (normalmente más para los varones que para las mujeres).
Es cierto que en casi todas las sociedades, la parte aparentemente beneficiada son los hombres, pero hay que matizarlo mucho. Lamentablemente vivimos tiempos en los que la corrección política dominante casi que nos obliga a tragarnos cosmovisiones sociales pseudo-marxistas de explotación de unos grupos por otros completamente sesgadas. Por ejemplo, la esperanza de vida de los hombres es casi en todas las sociedades más corta que la de las mujeres, y las razones son más sociales que fisiológicas. Además, parece claro que la evidencia de discriminación salarial pura en las sociedades avanzadas modernas ha sido enormemente exagerada (obviamente de forma intencionada), y que la mayor parte de la diferencia la explican diferencias en experiencia laboral debidas a decisiones vitales familiares voluntarias (cuidado de hijos, principalmente). Desgraciadamente hay mucha mentira podrida en este cenagal de la supuesta discriminación sexual..
Pasando al argumento de la cohesión social propuesto por el comentarista David: ¿por qué debemos asumir que la no prohibición de la discriminación nos llevaría necesariamente a sociedades separadas? Si así fuese por prejuicios realmente fundados, sería lo mejor que podría ocurrir, pero es que siempre que no se discrimine de forma obligatoria (o sea, discriminación sancionada y patrocinada por el Estado o por un grupo dominante, como el Apartheid Sudafricano, por ejemplo, a lo que me opondría siempre por idénticas razones), sólo emergerían “gethos” diferentes en los casos de prejuicios realmente fundados. ¿Por qué deberían sacrificarse los “buenos” del grupo más productivo (no discriminado) para mejorar las condiciones de vida promedio de un grupo con una mayor proporción de “malos”? Además, prohibir la discriminación llevaría aparejado el fenómeno indeseable adicional de evitar que los “buenos” del colectivo discriminado por el color de su piel, sexo o por lo que sea tengan los incentivos para señalizarse como buenos y encuentren otra manera de identificarse como un colectivo aparte de los “malos” de sus mismas características externas. Además, casi siempre esta posibilidad conlleva injustas represalias del colectivo discriminado, que al perder a sus mejores elementos se arriesga a ser aún más discriminado por el otro colectivo. Esa sí es una auténtica explotación de un grupo discriminado a sus mejores componentes, porque muchas veces no es privada sino grupal, y se impone de forma coactiva (puede que informalmente). La coacción puede ejercerse calificándolos como “traidores a su raza”, negándoles el acceso a la cooperación del grupo, etc.
En relación a esto hay otro fenómeno que merece la pena discutir. Los economistas han hecho recientemente esfuerzos para simular la dinámica de la discriminación en experimentos controlados de laboratorio. Resulta que es cierto que cuando se permite discriminar por características externas, la gente es sorprendentemente rápida y eficiente utilizándolas, de forma que una diferencia inicial entre dos grupos es detectada en seguida y el grupo menos productivo es discriminado y se le ofrecen menores salarios, por ejemplo. Es cierto que la diferencia inicial en las productividades de ambos grupos pudo haber sido casual y aún así se utilizó (correctamente en el sentido que dada la información disponible, se actuó racionalmente). En estos experimentos se asumía en etapas posteriores que los individuos del colectivo podían invertir recursos en su “formación” para aumentar su productividad, y se concluyó que incluso una diferencia original casual de productividad entre ambos grupos llevaba a que el grupo discriminado (también muy racionalmente) acababa invirtiendo menos en su formación que el colectivo no discriminado, de forma que finalmente en períodos posteriores cada vez se confirmaba más la diferencia REAL de productividades entre ambos grupos y por tanto la probabilidad de discriminar aumentaba con el tiempo. Este es un fenómeno dinámico perfectamente esperable, por otro lado, y realista, pero ¿pensáis realmente que la inmensa mayoría de las diferencias entre grupos sociales indentificables en alguna actividad susceptible de discriminación fueron originadas aleatoriamente? Me atrevería a decir que ninguna lo fue. Estos ejercicios y experimentos resultan muy estimulantes y están claramente diseñados para establecer la POSIBILIDAD de que el azar (en la situación original) pueda ser la causa de la discriminación, y llevarnos a la conclusión de la injusticia original (casi me siento tentado de hablar de “pecado original”) de la discriminación. A pesar de la muy cristiana e idealista intención de los investigadores, hay que decir que en la realidad eso es altamente improbable. Lo es en la biología evolutiva (donde la discriminación de muchos tipos es un fenómeno muy común) y lo es también en la sociedad humana. Cuando dos grupos diferenciados por alguna característica externa inevitable y no camuflable se ponen en contacto por primera vez en una sociedad (posiblemente por inmigración o invasión) sería un milagro que sus características promedio en ese momento inicial cuando se forman los “prejuicios” por primera vez fueran idénticas. Cuando se trata de sexos, características físicas o de comportamiento, ni siquiera puede decirse que haya existido nunca un momento inicial de formación del prejuicio, sino que diferentes condiciones materiales en la producción de bienes o diferentes tecnologías favorecieron a unos frente a otros en momentos concretos y ese hecho generó la dirección de la discriminación. Cuando la forma de vida y la tecnología cambia, esos “juicios” son reevaluados y cambia la percepción social y el valor relativo de cada uno. Por ejemplo, cuando la producción de alimentos y la defensa nacional en las economías industriales dejan de depender de la posesión de la tierra y de la fuerza y cada vez aumenta más el peso del conocimiento, la esclavitud pasa a ser antieconómica, las instituciones que recibían privilegios como la aristocracia y los gremios pasan a estar obsletos y la democracia liberal que aprovecha el talento de todos se extiende, a la vez que el papel social de la mujer se reivindica. La historia de la tecnología explica una buena parte de los cambios en “prejuicios”, que aunque sí que pueden tener cierta inercia en el tiempo, son mucho más flexibles de lo que la gente cree.
Por ejemplo, pocos saben que a comienzos del siglo XVII, como aparece en El Quijote, los catalanes tenían fama en España de “vengativos”, no de especialmente industriosos o de tacaños, debido al problema de bandolerismo que padeció Cataluña en esa época. También dudo que en condiciones normales se pueda crear fácilmente un prejuicio como que los suecos son unos vagos, por ejemplo. A este respecto debo comentar que en el pasado, sobre todo con el auge de la propaganda escrita masiva en el siglo XIX (otra vez la tecnología), hubo experiencias exitosas de creación deliberada de prejuicios falsos sobre colectivos identificables por determinados intereses. La difusión en Europa de la conocida falsificación conocida como los “Protocolos de los Sabios de Sión” y las mentiras que la precedieron como el llamado “Discurso del rabino” constituyeron una operación de engaño masivo que convenció a muchos europeos contra toda lógica y evidencia de que el pueblo judío era un gran peligro en potencia y conspiraba en la sombra contra ellos. Ese indigno fraude contribuyó en gran medida a la persecución que sufrieron los judíos en Rusia y bajo la Alemania de Hitler. Sin embargo, hay que tener en cuenta que esos fraudes fueron provocados por oscuros intereses que deseaban dirigir el miedo de muchos a los cambios revolucionarios y liberales de la época hacia la culpabilización de un colectivo inofensivo. Y si bien aquellos panfletos fraudulentos fueron denunciados en su tiempo, acabaron fundamentando el llamado holocausto posterior. En cualquier caso, estos fenómenos no comenzaron como discriminación privada e individual, sino que los generaron grupos interesados y los utilizaron como argumento los peores grupos totalitarios de la historia para discriminar por ley de la peor manera. La información que proporcionaban era completamente falsa y malintencionada, pero preparada para darle credibilidad. Sería muy injusto que se utilizaran para argumentar contra el peligro de la discriminación privada como yo la entiendo y he definido el entradas anteriores.
domingo, 18 de julio de 2010
martes, 13 de julio de 2010
Derecho a la discriminación (comentarios)
En esta entrada voy a desarrollar de hecho mi respuesta al comentario recibido de "Indeciso/a" en la entrada anterior. He preferido incluirlo como una entrada adicional por mi interés en despejar algunas dudas existentes sobre la anterior y reflejadas en el citado comentario, y por la longitud del texto de la respuesta, que bien merece su propio espacio de reflexión.
A ver, la mayor parte del bienestar que disfrutamos forma parte de lo que el comentarista llama "beneficio privado" (procedente del consumo de lo que los economistas llamamos "bienes privados"). Eso no quiere decir que en agregado fomentar la realización en libertad de beneficios privados no acabe beneficiando a muchos otros (de hecho, casi siempre ocurre así), pero lo hace a través de los intercambios voluntarios del mercado. Si yo monto un negocio de venta de un producto X con mi vecino y me lo compra otra persona, esta sale beneficiada de mi trabajo, pero paga mi esfuerzo con el precio que le exijo a cambio. Se trata de la libre producción e intercambio de bienes privados que bajo condiciones de libre competencia sabemos que producen situaciones sociales eficientes (maximiza el "tamaño del pastel", si queremos decirlo así..).
La provisión de bienes públicos, por otro lado, beneficia a todos por igual y el consumo de un individuo no hace menos apetecible el consumo de cualquier otro. De estos hay realmente muy pocos, aunque nuestros Estados del Bienestar tratan muchas veces bienes privados como la sanidad y la educación como si fuesen públicos.
Hecha esa distinción y si nos centramos en los bienes y servicios que efectivamente provee y financia el Estado, veremos que este discrimina normalmente en función de la renta en la financiación del gasto (los impuestos progresivos que comenta "Indeciso/a") y también en otras condiciones como la edad o situaciones personales específicas en el consumo de servicios privados ofrecidos por el Estado.
La imposición progresiva no atiende al beneficio que una persona obtiene de los gastos públicos, sino a su capacidad de pago, pero realmente el objetivo teórico último de la imposición (al menos como nos lo han vendido siempre filosóficamente los políticos) es NO discriminar en el sentido de que el ESFUERZO en la financiación de cada individuo (o su SACRIFICIO personal en términos de recursos aportados a las arcas públicas) sean aproximadamente iguales. Los impuestos "justos" serán pues aquellos que igualan el sacrificio de todos los contribuyentes al pagarlos (o sea, que no discriminan en términos de esfuerzo fiscal) han de ser progresivos porque se supone que entregar 1 euro por un individuo de renta baja a las arcas públicas le supone un sacrificio (en términos de otras necesidades privadas más perentorias que podría satisfacer con ese euro) mucho mayor que ese mismo euro recaudado de un individuo de renta alta (que estaría destinado a usos menos importantes). En ese sentido (siguiendo ese criterio de justicia), los sistemas impositivos se supone que no discriminan entre individuos. Habría mucho que decir de la filosofía subyacente en este principio, que entre otras cosas, necesita efectuar problemáticas comparaciones interpersonales de "satisfacción".
En la realidad sí que hay discriminación en los sistemas impositivos a favor de ciertos grupos sin atender a sus rentas, como los minusválidos o los propietarios de viviendas, por ejemplo. Y todo tipo de "desgravaciones fiscales" atienden a situaciones especiales, violando la no discriminación (aunque al menos sí que es cierto que su importancia es bastante marginal). En realidad, lo que suponen son transferencias encubiertas a grupos presuntamente menos favorecidos que deberían figurar en los gastos, no en los ingresos públicos y que atienden al objetivo público de la redistribución de la renta. Este es un tema largo y complicado de pura discriminación pública, pero realmente tiene lugar por la naturaleza democrática de nuestro sistema político. Yo estoy en contra de la redistribución de la renta por parte del Estado más allá de la justificada por los impuestos progresivos. No encuentro apenas diferencia entre robar y repartir entre los pobres con las armas o con los votos coactivamente respaldados por el Estado. La redistribución de la renta debería de estar muy limitada constitucionalmente, y en mi opinión no responde a ninguna justicia real, sino a la explotación política y económica de unos grupos sociales por otros.
Los ejemplos que cita el comentarista sobre los descuentos en el transporte público son del tipo redistributivo y yo estoy en contra: dado un sistema progresivo de impuestos que se considere justo y no discriminatorio (que obviamente ya supone implícitamente un cierto grado de distribición de la renta a la Rawls), el Estado no debería atender a circunstancias particulares. ¿Por qué un pensionista rico tiene que salir beneficiado frente a un trabajador pobre en el transporte público?
Otra cosa es el ejemplo sobre la cobertura sanitaria pública universal que propone "Indeciso/a". Partiendo de que la sanidad no es un bien público, sino privado, está claro que las aseguradoras sanitarias privadas querrían impondrían mayores primas a los individuos que piensen que les ocasionarán mayores costes. Situaciones como la edad avanzada, el sexo (hombres y mujeres tienen diferente esperanza de vida, así como propensión a determinadas enfermedades y accidentes) o el historial familiar se considerarían como señales indicadoras claras del riesgo de cada individuo, así que efectivamente se utilizarían para discriminar, pero realmente se trata de una discriminación orientada a hacer pagar a cada uno el coste esparado aproximado del servicio de seguro médico que se le proporcionará (recordemos, la salud de cada uno le importa sobre todo a él mismo..). En tal situación de discriminación los economistas diremos que la asignación de recursos sería razonablemente buena en términos de eficiencia. Claro que podría haber individuos que quedaran excluidos de cobertura médica (los enfermos crónicos y/o pobres). Por razones de generosidad o solidaridad social (la "piedad" o "compasión" de toda la vida disfrazada de aparente modernidad) mucha gente podría preferir la cobertura universal obligatoria, que es el sistema que tenemos en España. Esta ya es otra historia interesante pero que no es el tema que nos ocupa. En este caso la decisión del Estado es NO discriminar cuando la eficiencia económica dice que hay que discriminar. Esto tiene un coste en términos de menor calidad del servicio para todos y de abuso sistemático que dispara los costes sanitarios. En cualquier caso, fijémonos que en el fondo estamos hablando de otro tema de redistribución: si permitiésemos que el sistema sanitario fuese totalmente privado (obviamente estoy simplificando o abstrayendo otros aspectos que podrían también ser relevantes en esto..) y simplemente pagáramos con nuestros impuestos las primas de aquellos que no pudieran costeárselas y solo a ellos, el sistema mantendría sus buenas propiedades de eficiencia evitando que nadie se quedara sin cobertura. Lamentablemente esto resultaría imposible en la práctica: la gente se daría cuenta de que si no pagas tu seguro privado y caes enfermo, el Estado acabaría pagando nuestro seguro de los impuestos, y nadie se aseguraría privadamente. Pero esto es otra historia.
A ver, la mayor parte del bienestar que disfrutamos forma parte de lo que el comentarista llama "beneficio privado" (procedente del consumo de lo que los economistas llamamos "bienes privados"). Eso no quiere decir que en agregado fomentar la realización en libertad de beneficios privados no acabe beneficiando a muchos otros (de hecho, casi siempre ocurre así), pero lo hace a través de los intercambios voluntarios del mercado. Si yo monto un negocio de venta de un producto X con mi vecino y me lo compra otra persona, esta sale beneficiada de mi trabajo, pero paga mi esfuerzo con el precio que le exijo a cambio. Se trata de la libre producción e intercambio de bienes privados que bajo condiciones de libre competencia sabemos que producen situaciones sociales eficientes (maximiza el "tamaño del pastel", si queremos decirlo así..).
La provisión de bienes públicos, por otro lado, beneficia a todos por igual y el consumo de un individuo no hace menos apetecible el consumo de cualquier otro. De estos hay realmente muy pocos, aunque nuestros Estados del Bienestar tratan muchas veces bienes privados como la sanidad y la educación como si fuesen públicos.
Hecha esa distinción y si nos centramos en los bienes y servicios que efectivamente provee y financia el Estado, veremos que este discrimina normalmente en función de la renta en la financiación del gasto (los impuestos progresivos que comenta "Indeciso/a") y también en otras condiciones como la edad o situaciones personales específicas en el consumo de servicios privados ofrecidos por el Estado.
La imposición progresiva no atiende al beneficio que una persona obtiene de los gastos públicos, sino a su capacidad de pago, pero realmente el objetivo teórico último de la imposición (al menos como nos lo han vendido siempre filosóficamente los políticos) es NO discriminar en el sentido de que el ESFUERZO en la financiación de cada individuo (o su SACRIFICIO personal en términos de recursos aportados a las arcas públicas) sean aproximadamente iguales. Los impuestos "justos" serán pues aquellos que igualan el sacrificio de todos los contribuyentes al pagarlos (o sea, que no discriminan en términos de esfuerzo fiscal) han de ser progresivos porque se supone que entregar 1 euro por un individuo de renta baja a las arcas públicas le supone un sacrificio (en términos de otras necesidades privadas más perentorias que podría satisfacer con ese euro) mucho mayor que ese mismo euro recaudado de un individuo de renta alta (que estaría destinado a usos menos importantes). En ese sentido (siguiendo ese criterio de justicia), los sistemas impositivos se supone que no discriminan entre individuos. Habría mucho que decir de la filosofía subyacente en este principio, que entre otras cosas, necesita efectuar problemáticas comparaciones interpersonales de "satisfacción".
En la realidad sí que hay discriminación en los sistemas impositivos a favor de ciertos grupos sin atender a sus rentas, como los minusválidos o los propietarios de viviendas, por ejemplo. Y todo tipo de "desgravaciones fiscales" atienden a situaciones especiales, violando la no discriminación (aunque al menos sí que es cierto que su importancia es bastante marginal). En realidad, lo que suponen son transferencias encubiertas a grupos presuntamente menos favorecidos que deberían figurar en los gastos, no en los ingresos públicos y que atienden al objetivo público de la redistribución de la renta. Este es un tema largo y complicado de pura discriminación pública, pero realmente tiene lugar por la naturaleza democrática de nuestro sistema político. Yo estoy en contra de la redistribución de la renta por parte del Estado más allá de la justificada por los impuestos progresivos. No encuentro apenas diferencia entre robar y repartir entre los pobres con las armas o con los votos coactivamente respaldados por el Estado. La redistribución de la renta debería de estar muy limitada constitucionalmente, y en mi opinión no responde a ninguna justicia real, sino a la explotación política y económica de unos grupos sociales por otros.
Los ejemplos que cita el comentarista sobre los descuentos en el transporte público son del tipo redistributivo y yo estoy en contra: dado un sistema progresivo de impuestos que se considere justo y no discriminatorio (que obviamente ya supone implícitamente un cierto grado de distribición de la renta a la Rawls), el Estado no debería atender a circunstancias particulares. ¿Por qué un pensionista rico tiene que salir beneficiado frente a un trabajador pobre en el transporte público?
Otra cosa es el ejemplo sobre la cobertura sanitaria pública universal que propone "Indeciso/a". Partiendo de que la sanidad no es un bien público, sino privado, está claro que las aseguradoras sanitarias privadas querrían impondrían mayores primas a los individuos que piensen que les ocasionarán mayores costes. Situaciones como la edad avanzada, el sexo (hombres y mujeres tienen diferente esperanza de vida, así como propensión a determinadas enfermedades y accidentes) o el historial familiar se considerarían como señales indicadoras claras del riesgo de cada individuo, así que efectivamente se utilizarían para discriminar, pero realmente se trata de una discriminación orientada a hacer pagar a cada uno el coste esparado aproximado del servicio de seguro médico que se le proporcionará (recordemos, la salud de cada uno le importa sobre todo a él mismo..). En tal situación de discriminación los economistas diremos que la asignación de recursos sería razonablemente buena en términos de eficiencia. Claro que podría haber individuos que quedaran excluidos de cobertura médica (los enfermos crónicos y/o pobres). Por razones de generosidad o solidaridad social (la "piedad" o "compasión" de toda la vida disfrazada de aparente modernidad) mucha gente podría preferir la cobertura universal obligatoria, que es el sistema que tenemos en España. Esta ya es otra historia interesante pero que no es el tema que nos ocupa. En este caso la decisión del Estado es NO discriminar cuando la eficiencia económica dice que hay que discriminar. Esto tiene un coste en términos de menor calidad del servicio para todos y de abuso sistemático que dispara los costes sanitarios. En cualquier caso, fijémonos que en el fondo estamos hablando de otro tema de redistribución: si permitiésemos que el sistema sanitario fuese totalmente privado (obviamente estoy simplificando o abstrayendo otros aspectos que podrían también ser relevantes en esto..) y simplemente pagáramos con nuestros impuestos las primas de aquellos que no pudieran costeárselas y solo a ellos, el sistema mantendría sus buenas propiedades de eficiencia evitando que nadie se quedara sin cobertura. Lamentablemente esto resultaría imposible en la práctica: la gente se daría cuenta de que si no pagas tu seguro privado y caes enfermo, el Estado acabaría pagando nuestro seguro de los impuestos, y nadie se aseguraría privadamente. Pero esto es otra historia.
domingo, 11 de julio de 2010
El derecho a la discriminación (1ª parte)
Bueno, pues por fin me he decidido a escribir algunos pequeños artículos en el blog sobre la discriminación (social, laboral, racial, sexual, personal, etc.), un tema que me preocupa desde hace bastante tiempo, más que por su importancia innegable, por la abrumadora presencia de juicios profundamente errados sobre la irracionalidad o moralidad de la discriminación. Como economista conocedor de los problemas de información y científico social me veo en la obligación de argumentar contra todos estos perniciosos lugares comunes que, por otra parte, ocupan una alta posición entre las proposiciones “políticamente correctas”, tanto entre la izquierda como entre la derecha.
Podría motivar mi exposición partiendo de innumerables comentarios, pero he seleccionado uno solo especialmente polémico: se trata del artículo de José María Marco escrito en respuesta a otro anterior del periodista-historiador Pío Moa en su blog publicado recientemente en Libertad Digital bajo el título “Homófobos en Libertad” (http://www.libertaddigital.com/opinion/jose-maria-marco/homofobos-en-libertad-55526/). En este artículo, el Sr. Marco expone el razonamiento básico que voy a atacar en lo que sigue (la cursiva es mía): “En cambio, lo que es una desgracia auténtica, sin paliativo alguno, es ejercer la discriminación. Más aún que una desgracia, la discriminación es una tara –muchos diríamos un pecado– para quien la ejerce. Condena moralmente, y sin remisión alguna, hasta que no se produzca un acto de arrepentimiento y compasión, a quien niega a alguien su condición de individuo por una condición general, en este caso una condición sexual de la que no es responsable.”
En lo que sigue y las entradas posteriores no tengo la intención de defender las tesis de Moa sino de llamar la atención sobre la falsedad e injusticia presentes en el comentario del párrafo anterior. Asímismo, me propongo defender a capa y espada tanto la racionalidad como la moralidad de la discriminación en cualquier sentido que sea realizada por personas o instituciones privadas en cualquier situación donde involucre solamente sus propios recursos. También argumentaré las razones por las que creo que la discriminación no debe permitirse o fomentarse en situaciones donde el que discrimina es el Estado o el sector público en general cuando lleva a cabo decisiones sobre bienes y servicios públicos. Ya aviso que voy a mostrarme muy crítico con las posturas morales de la izquierda (como no podía ser de otra manera) y con las de la Iglesia (de donde en último término proceden las primeras, mal que les pese a ambas).
Comenzamos: no vamos a definir discriminación, como hace implícitamente el Sr. Marco como el acto de “negar su condición de individuo por una condición general de la que no es responsable”, ya que resulta confuso lo que significa “negar su condición de individuo” a alguien. ¿Quiere decir negar los derechos individuales fundamentales legalmente reconocidos o negar el acceso a bienes y servicios personales de quien discrimina, como el saludo, la cooperación, un puesto de trabajo, una cita, un préstamo o darle la hora? Si entendemos la primera parte yo estoy de acuerdo (con algunas reservas), pero sólo en tanto en cuanto esos derechos garantizan la igualdad de trato de los colectivos o grupos en riesgo de discriminación en cuanto al disfrute de los bienes y servicios públicos y también a las obligaciones públicas consecuentes. De esta forma, EL ESTADO no debería promulgar leyes donde se impida o dificulte el acceso a todo el mundo al transporte público en igualdad de condiciones, por ejemplo, ni debería tener en cuenta el sexo, la raza, la religión, la orientación sexual ni ninguna otra característica que no sea el mérito y capacidad en la contratación del personal público.
Con lo que ya discrepo de forma absoluta (y además creo que todo auténtico liberal debería participar de este convencimiento) es con que la discriminación tenga algo de malo o siquiera de irracional si la entendemos como negar el acceso a recursos privados del que toma la decisión de discriminar a un determinado colectivo. Así pues, creo que no es moralmente censurable ni a priori irracional el que, por ejemplo, un tendero (siempre que no sea el único del pueblo, claro) niegue el acceso a comprar sus productos (o permita el acceso a estos en condiciones discriminatorias) a los miembros de un colectivo en particular identificados de cualquier manera (DNI, color de la piel, aspecto, etc.). De hecho, la discriminación de precios o privilegios basada en la edad, la capacidad adquisitiva, en el sexo, en la profesión, en el calzado o en cualquier otro signo externo son la norma en numerosos sectores que ofrecen descuentos discriminatorios o condicionan el acceso a la indumentaria, y que yo sepa nadie ha protestado nunca a que en muchas discotecas las mujeres puedan entrar gratis, en casi todos los cines los pensionistas y estudiantes disfruten de jugosos descuentos, etc. En los contratos de seguros de todo tipo, por ejemplo, se practica la discriminación basada en multitud de indicadores aproximativos del riesgo individual del asegurado, y tampoco he oído nunca críticas a los seguros de automóvil con menores primas para las mujeres.
Donde sí que es cuestionable la discriminación es cuando la realiza el Estado en relación a los bienes y recursos públicos. Por ejemplo, la discriminación ejercida durante muchos años contra los varones para imponerles de forma exclusiva la carga de aportar servicios en especie a la defensa nacional (la “mili” de toda la vida), o el establecimiento de “cuotas” por sexos o razas en el acceso a puestos y servicios públicos, llamado “discriminación positiva” (o “affirmative action” en inglés), o la discriminación legal de los afroamericanos en los EE.UU. de antes de los años 60.
Veamos ahora por qué entiendo que la discriminación privada debe ser protegida por la ley contra la intromisión de los lobbies “antidiscriminación”, tanto de la derecha como de la izquierda. Está claro que si yo soy un empresario que necesita contratar a un trabajador o proponer un negocio a otro, o una aseguradora que se plantea asegurar a un cliente, o un hombre o mujer que se plantea proponer una cita o relación a otra, etc., el resultado de esa cooperación con la otra persona nos proporcionaría un beneficio mutuo (si no, la otra persona no aceptaría la propuesta), que no afecta para nada al resto de la sociedad. Cada uno de los agentes privados que tienen que tomar la decisión de a quién elegir estarán interesados en escoger a aquella persona más fiable y comprometida, con mejores aptitudes y cualidades para obtener el mayor beneficio posible para nosotros. Negarles ese derecho por parte de la sociedad o imponerles restricciones en su elección debería ser considerado un abuso de poder ilegítimo siempre por un liberal, ya que con lo que tiene cada uno, uno mismo debería decidir sus usos siempre que no afecten a los demás. Ese es un principio moral básico y también económico, ya que limitarlo tendría consecuencias perniciosas sobre los incentivos a la creación de riqueza y a la búsqueda individual de la felicidad. De hecho, su prohibición o limitación deberían entrar dentro de la esfera de privación de derechos individuales fundamentales, y ser causa de sublevación justa por cualquier medio proporcionado contra el poder establecido que los conculque. Resulta asombroso a la par que vergonzoso que no se haya incluido el “derecho a la discriminación privada” como derecho humano fundamental, junto a los de libre empresa, libre asociación, etc.
Ahora bien, en la mayoría de situaciones de la vida, el agente que propone el trato desconoce la “calidad” de la otra parte, por lo que utilizará cualquier información disponible públicamente de cualquier clase que esté correlacionada con las aptitudes que le interesan para realizar su elección. Si esas características observables de la otra parte son su sexo, belleza, riqueza, religión, juventud u orientación sexual, le interesará sin duda utilizarlas para discriminar de forma aproximada al mejor candidato al trato a priori. Dependiendo de la naturaleza del trato o negocio, utilizará unas u otras, pero cualquier interferencia en su uso hará que su decisión sea peor para él. ¿Puede ser inmoral en algún caso utilizar toda la información disponible de cualquier tipo para tomar esa decisión que afecta a dos personas? Lo dudo. Se me objetará que si esa señal utilizada no está realmente relacionada con la aptitud de la otra parte, la decisión individual libre sería el producto de un prejuicio y en tal caso perjudicaría a quien la realiza. Eso es impecablemente cierto, pero en tal caso, podemos estar seguros que el principal perjudicado de su elección irracional (ésta sí que lo sería) será el individuo que discriminó en contra de sus propios intereses. La libertad tiene esa propiedad de justicia de que acaba casi siempre pasando factura a quién la ejerce irracionalmente. ¿Se puede imaginar una penalización en el discriminador verdaderamente irracional más certera y adecuada que la que le dará el mercado? ¿Necesita en tales casos intervenir la autoridad pública como si tuviera toda la información del mundo para penalizar al que utiliza incorrectamente la información pública? Desde luego que no, y si lo hiciera correría el riesgo de equivocarse y afectar negativamente al bienestar social.
Si lo pensamos bien, la presunta inmoralidad de tales acciones constituye el auténtico prejuicio, ya que curiosamente los adalides morales contra la discriminación aplican su censura moral de forma sospechosamente discriminatoria. Por ejemplo, ¿por qué a nadie parece ocurrírsele censurar a las mujeres u hombres que sólo tienen citas con individuos de su propia raza y sexo, de condiciones económicas iguales o superiores, y de las edades adecuadas? ¿Por qué somos tan permisivos con las relaciones personales de tipo sentimental, sexual o afectivo de tipo discriminatorio y censuramos implacablemente las relaciones de tipo contractual o laboral? ¿Acaso no se trata de una distinción muy sospechosa y sin una motivación clara? Todas las situaciones sociales anteriores sin excepción son en el fondo similares: afectan a dos personas sin especiales vínculos emocionales inicialmente de las cuales el agente decisor tiene que escoger a la otra parte de entre muchos candidatos posibles basándose en características externas, ya que la capacidad o actitud de “rendir” en la relación de la otra parte es desconocida por el agente que propone. Aristófanes, en su comedia “La Asamblea de las Mujeres” fue el pionero que propone en tono jocoso la prohibición de discriminación sexual de los hombres como un objetivo político del nuevo poder de las mujeres, dando lugar a situaciones de gran comicidad. En el fondo, el poeta ateniense da en el clavo: la elección de qué situaciones se entienden como de injusta discriminación y acaban siendo prohibidas y qué situaciones se toleran sin interferencia depende en definitiva del éxito político de los grupos perjudicados por la discriminación. No cabe duda de que los grupos perjudicados serán en promedio menos efectivos en ese tipo de relación que los beneficiados, por lo que tratar de convencer al Estado para que utilice su poder coactivo y prohíba utilizar esas señales puede salirles a cuenta, a costa de los agentes discriminadores y de los más aptos que no serían discriminados. Ese tipo de influencia afectaría negativamente a la eficiencia en la mayoría de casos (las excepciones hacen referencia a situaciones en las que las “señales” utilizadas son socialmente “demasiado costosas”, pero eso es un tema más complicado que no tocaré ahora) y debería juzgarse en cualquier caso una injerencia política en la libertad individual. En nuestras sociedades occidentales existe además esa insufrible tendencia que lleva a una mayoría de opinión pública a imponer sus opciones contra la libertad individual de forma democrática pero inmoral. Por la misma razón que yo no tengo derecho a decidir el color de tus calzoncillos, nadie tiene derecho de decirle a un empresario a quién debe contratar y a quién no. Si no le gustan los rubios con gafas y piensa que hay razones para pensar que le resultarán menos rentables, es SU problema. Nadie tiene derecho (ni la información suficiente, por otro lado) de decirle que está haciendo mal. Pude no gustarnos su decisión, e incluso podríamos decidir nosotros discriminar contra él en otros ámbitos privados (no le invitamos a nuestra fiesta de cumpleaños, o no le queremos de proveedor de servicios, o de compañero de paddel..) y eso sería igualmente correcto. Sospecho que en realidad muchas de estas discriminaciones no se realizan por la amenaza de represalias sociales privadas de ese tipo. En cualquier caso, muchísimas situaciones de discriminación tienen lugar delante de nuestros ojos sin que aparentemente nos demos cuenta. Los individuos y las empresas normalmente encuentran maneras indirectas de discriminar de hecho en sus relaciones incluso aunque sean ilegales o mal vistas. Una forma es basarse en la información revelada por los sujetos a los que no discriminaríamos, siempre que sea creíble. Otra es utilizar variables más sofisticadas correlacionadas con el sexo, religión, etc. como nuevas señales. Bueno, para no ponerme demasiado pesado con el tema, dejaré más consideraciones para futuras entradas.
Podría motivar mi exposición partiendo de innumerables comentarios, pero he seleccionado uno solo especialmente polémico: se trata del artículo de José María Marco escrito en respuesta a otro anterior del periodista-historiador Pío Moa en su blog publicado recientemente en Libertad Digital bajo el título “Homófobos en Libertad” (http://www.libertaddigital.com/opinion/jose-maria-marco/homofobos-en-libertad-55526/). En este artículo, el Sr. Marco expone el razonamiento básico que voy a atacar en lo que sigue (la cursiva es mía): “En cambio, lo que es una desgracia auténtica, sin paliativo alguno, es ejercer la discriminación. Más aún que una desgracia, la discriminación es una tara –muchos diríamos un pecado– para quien la ejerce. Condena moralmente, y sin remisión alguna, hasta que no se produzca un acto de arrepentimiento y compasión, a quien niega a alguien su condición de individuo por una condición general, en este caso una condición sexual de la que no es responsable.”
En lo que sigue y las entradas posteriores no tengo la intención de defender las tesis de Moa sino de llamar la atención sobre la falsedad e injusticia presentes en el comentario del párrafo anterior. Asímismo, me propongo defender a capa y espada tanto la racionalidad como la moralidad de la discriminación en cualquier sentido que sea realizada por personas o instituciones privadas en cualquier situación donde involucre solamente sus propios recursos. También argumentaré las razones por las que creo que la discriminación no debe permitirse o fomentarse en situaciones donde el que discrimina es el Estado o el sector público en general cuando lleva a cabo decisiones sobre bienes y servicios públicos. Ya aviso que voy a mostrarme muy crítico con las posturas morales de la izquierda (como no podía ser de otra manera) y con las de la Iglesia (de donde en último término proceden las primeras, mal que les pese a ambas).
Comenzamos: no vamos a definir discriminación, como hace implícitamente el Sr. Marco como el acto de “negar su condición de individuo por una condición general de la que no es responsable”, ya que resulta confuso lo que significa “negar su condición de individuo” a alguien. ¿Quiere decir negar los derechos individuales fundamentales legalmente reconocidos o negar el acceso a bienes y servicios personales de quien discrimina, como el saludo, la cooperación, un puesto de trabajo, una cita, un préstamo o darle la hora? Si entendemos la primera parte yo estoy de acuerdo (con algunas reservas), pero sólo en tanto en cuanto esos derechos garantizan la igualdad de trato de los colectivos o grupos en riesgo de discriminación en cuanto al disfrute de los bienes y servicios públicos y también a las obligaciones públicas consecuentes. De esta forma, EL ESTADO no debería promulgar leyes donde se impida o dificulte el acceso a todo el mundo al transporte público en igualdad de condiciones, por ejemplo, ni debería tener en cuenta el sexo, la raza, la religión, la orientación sexual ni ninguna otra característica que no sea el mérito y capacidad en la contratación del personal público.
Con lo que ya discrepo de forma absoluta (y además creo que todo auténtico liberal debería participar de este convencimiento) es con que la discriminación tenga algo de malo o siquiera de irracional si la entendemos como negar el acceso a recursos privados del que toma la decisión de discriminar a un determinado colectivo. Así pues, creo que no es moralmente censurable ni a priori irracional el que, por ejemplo, un tendero (siempre que no sea el único del pueblo, claro) niegue el acceso a comprar sus productos (o permita el acceso a estos en condiciones discriminatorias) a los miembros de un colectivo en particular identificados de cualquier manera (DNI, color de la piel, aspecto, etc.). De hecho, la discriminación de precios o privilegios basada en la edad, la capacidad adquisitiva, en el sexo, en la profesión, en el calzado o en cualquier otro signo externo son la norma en numerosos sectores que ofrecen descuentos discriminatorios o condicionan el acceso a la indumentaria, y que yo sepa nadie ha protestado nunca a que en muchas discotecas las mujeres puedan entrar gratis, en casi todos los cines los pensionistas y estudiantes disfruten de jugosos descuentos, etc. En los contratos de seguros de todo tipo, por ejemplo, se practica la discriminación basada en multitud de indicadores aproximativos del riesgo individual del asegurado, y tampoco he oído nunca críticas a los seguros de automóvil con menores primas para las mujeres.
Donde sí que es cuestionable la discriminación es cuando la realiza el Estado en relación a los bienes y recursos públicos. Por ejemplo, la discriminación ejercida durante muchos años contra los varones para imponerles de forma exclusiva la carga de aportar servicios en especie a la defensa nacional (la “mili” de toda la vida), o el establecimiento de “cuotas” por sexos o razas en el acceso a puestos y servicios públicos, llamado “discriminación positiva” (o “affirmative action” en inglés), o la discriminación legal de los afroamericanos en los EE.UU. de antes de los años 60.
Veamos ahora por qué entiendo que la discriminación privada debe ser protegida por la ley contra la intromisión de los lobbies “antidiscriminación”, tanto de la derecha como de la izquierda. Está claro que si yo soy un empresario que necesita contratar a un trabajador o proponer un negocio a otro, o una aseguradora que se plantea asegurar a un cliente, o un hombre o mujer que se plantea proponer una cita o relación a otra, etc., el resultado de esa cooperación con la otra persona nos proporcionaría un beneficio mutuo (si no, la otra persona no aceptaría la propuesta), que no afecta para nada al resto de la sociedad. Cada uno de los agentes privados que tienen que tomar la decisión de a quién elegir estarán interesados en escoger a aquella persona más fiable y comprometida, con mejores aptitudes y cualidades para obtener el mayor beneficio posible para nosotros. Negarles ese derecho por parte de la sociedad o imponerles restricciones en su elección debería ser considerado un abuso de poder ilegítimo siempre por un liberal, ya que con lo que tiene cada uno, uno mismo debería decidir sus usos siempre que no afecten a los demás. Ese es un principio moral básico y también económico, ya que limitarlo tendría consecuencias perniciosas sobre los incentivos a la creación de riqueza y a la búsqueda individual de la felicidad. De hecho, su prohibición o limitación deberían entrar dentro de la esfera de privación de derechos individuales fundamentales, y ser causa de sublevación justa por cualquier medio proporcionado contra el poder establecido que los conculque. Resulta asombroso a la par que vergonzoso que no se haya incluido el “derecho a la discriminación privada” como derecho humano fundamental, junto a los de libre empresa, libre asociación, etc.
Ahora bien, en la mayoría de situaciones de la vida, el agente que propone el trato desconoce la “calidad” de la otra parte, por lo que utilizará cualquier información disponible públicamente de cualquier clase que esté correlacionada con las aptitudes que le interesan para realizar su elección. Si esas características observables de la otra parte son su sexo, belleza, riqueza, religión, juventud u orientación sexual, le interesará sin duda utilizarlas para discriminar de forma aproximada al mejor candidato al trato a priori. Dependiendo de la naturaleza del trato o negocio, utilizará unas u otras, pero cualquier interferencia en su uso hará que su decisión sea peor para él. ¿Puede ser inmoral en algún caso utilizar toda la información disponible de cualquier tipo para tomar esa decisión que afecta a dos personas? Lo dudo. Se me objetará que si esa señal utilizada no está realmente relacionada con la aptitud de la otra parte, la decisión individual libre sería el producto de un prejuicio y en tal caso perjudicaría a quien la realiza. Eso es impecablemente cierto, pero en tal caso, podemos estar seguros que el principal perjudicado de su elección irracional (ésta sí que lo sería) será el individuo que discriminó en contra de sus propios intereses. La libertad tiene esa propiedad de justicia de que acaba casi siempre pasando factura a quién la ejerce irracionalmente. ¿Se puede imaginar una penalización en el discriminador verdaderamente irracional más certera y adecuada que la que le dará el mercado? ¿Necesita en tales casos intervenir la autoridad pública como si tuviera toda la información del mundo para penalizar al que utiliza incorrectamente la información pública? Desde luego que no, y si lo hiciera correría el riesgo de equivocarse y afectar negativamente al bienestar social.
Si lo pensamos bien, la presunta inmoralidad de tales acciones constituye el auténtico prejuicio, ya que curiosamente los adalides morales contra la discriminación aplican su censura moral de forma sospechosamente discriminatoria. Por ejemplo, ¿por qué a nadie parece ocurrírsele censurar a las mujeres u hombres que sólo tienen citas con individuos de su propia raza y sexo, de condiciones económicas iguales o superiores, y de las edades adecuadas? ¿Por qué somos tan permisivos con las relaciones personales de tipo sentimental, sexual o afectivo de tipo discriminatorio y censuramos implacablemente las relaciones de tipo contractual o laboral? ¿Acaso no se trata de una distinción muy sospechosa y sin una motivación clara? Todas las situaciones sociales anteriores sin excepción son en el fondo similares: afectan a dos personas sin especiales vínculos emocionales inicialmente de las cuales el agente decisor tiene que escoger a la otra parte de entre muchos candidatos posibles basándose en características externas, ya que la capacidad o actitud de “rendir” en la relación de la otra parte es desconocida por el agente que propone. Aristófanes, en su comedia “La Asamblea de las Mujeres” fue el pionero que propone en tono jocoso la prohibición de discriminación sexual de los hombres como un objetivo político del nuevo poder de las mujeres, dando lugar a situaciones de gran comicidad. En el fondo, el poeta ateniense da en el clavo: la elección de qué situaciones se entienden como de injusta discriminación y acaban siendo prohibidas y qué situaciones se toleran sin interferencia depende en definitiva del éxito político de los grupos perjudicados por la discriminación. No cabe duda de que los grupos perjudicados serán en promedio menos efectivos en ese tipo de relación que los beneficiados, por lo que tratar de convencer al Estado para que utilice su poder coactivo y prohíba utilizar esas señales puede salirles a cuenta, a costa de los agentes discriminadores y de los más aptos que no serían discriminados. Ese tipo de influencia afectaría negativamente a la eficiencia en la mayoría de casos (las excepciones hacen referencia a situaciones en las que las “señales” utilizadas son socialmente “demasiado costosas”, pero eso es un tema más complicado que no tocaré ahora) y debería juzgarse en cualquier caso una injerencia política en la libertad individual. En nuestras sociedades occidentales existe además esa insufrible tendencia que lleva a una mayoría de opinión pública a imponer sus opciones contra la libertad individual de forma democrática pero inmoral. Por la misma razón que yo no tengo derecho a decidir el color de tus calzoncillos, nadie tiene derecho de decirle a un empresario a quién debe contratar y a quién no. Si no le gustan los rubios con gafas y piensa que hay razones para pensar que le resultarán menos rentables, es SU problema. Nadie tiene derecho (ni la información suficiente, por otro lado) de decirle que está haciendo mal. Pude no gustarnos su decisión, e incluso podríamos decidir nosotros discriminar contra él en otros ámbitos privados (no le invitamos a nuestra fiesta de cumpleaños, o no le queremos de proveedor de servicios, o de compañero de paddel..) y eso sería igualmente correcto. Sospecho que en realidad muchas de estas discriminaciones no se realizan por la amenaza de represalias sociales privadas de ese tipo. En cualquier caso, muchísimas situaciones de discriminación tienen lugar delante de nuestros ojos sin que aparentemente nos demos cuenta. Los individuos y las empresas normalmente encuentran maneras indirectas de discriminar de hecho en sus relaciones incluso aunque sean ilegales o mal vistas. Una forma es basarse en la información revelada por los sujetos a los que no discriminaríamos, siempre que sea creíble. Otra es utilizar variables más sofisticadas correlacionadas con el sexo, religión, etc. como nuevas señales. Bueno, para no ponerme demasiado pesado con el tema, dejaré más consideraciones para futuras entradas.
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