Bueno, pues por fin me he decidido a escribir algunos pequeños artículos en el blog sobre la discriminación (social, laboral, racial, sexual, personal, etc.), un tema que me preocupa desde hace bastante tiempo, más que por su importancia innegable, por la abrumadora presencia de juicios profundamente errados sobre la irracionalidad o moralidad de la discriminación. Como economista conocedor de los problemas de información y científico social me veo en la obligación de argumentar contra todos estos perniciosos lugares comunes que, por otra parte, ocupan una alta posición entre las proposiciones “políticamente correctas”, tanto entre la izquierda como entre la derecha.
Podría motivar mi exposición partiendo de innumerables comentarios, pero he seleccionado uno solo especialmente polémico: se trata del artículo de José María Marco escrito en respuesta a otro anterior del periodista-historiador Pío Moa en su blog publicado recientemente en Libertad Digital bajo el título “Homófobos en Libertad” (http://www.libertaddigital.com/opinion/jose-maria-marco/homofobos-en-libertad-55526/). En este artículo, el Sr. Marco expone el razonamiento básico que voy a atacar en lo que sigue (la cursiva es mía): “En cambio, lo que es una desgracia auténtica, sin paliativo alguno, es ejercer la discriminación. Más aún que una desgracia, la discriminación es una tara –muchos diríamos un pecado– para quien la ejerce. Condena moralmente, y sin remisión alguna, hasta que no se produzca un acto de arrepentimiento y compasión, a quien niega a alguien su condición de individuo por una condición general, en este caso una condición sexual de la que no es responsable.”
En lo que sigue y las entradas posteriores no tengo la intención de defender las tesis de Moa sino de llamar la atención sobre la falsedad e injusticia presentes en el comentario del párrafo anterior. Asímismo, me propongo defender a capa y espada tanto la racionalidad como la moralidad de la discriminación en cualquier sentido que sea realizada por personas o instituciones privadas en cualquier situación donde involucre solamente sus propios recursos. También argumentaré las razones por las que creo que la discriminación no debe permitirse o fomentarse en situaciones donde el que discrimina es el Estado o el sector público en general cuando lleva a cabo decisiones sobre bienes y servicios públicos. Ya aviso que voy a mostrarme muy crítico con las posturas morales de la izquierda (como no podía ser de otra manera) y con las de la Iglesia (de donde en último término proceden las primeras, mal que les pese a ambas).
Comenzamos: no vamos a definir discriminación, como hace implícitamente el Sr. Marco como el acto de “negar su condición de individuo por una condición general de la que no es responsable”, ya que resulta confuso lo que significa “negar su condición de individuo” a alguien. ¿Quiere decir negar los derechos individuales fundamentales legalmente reconocidos o negar el acceso a bienes y servicios personales de quien discrimina, como el saludo, la cooperación, un puesto de trabajo, una cita, un préstamo o darle la hora? Si entendemos la primera parte yo estoy de acuerdo (con algunas reservas), pero sólo en tanto en cuanto esos derechos garantizan la igualdad de trato de los colectivos o grupos en riesgo de discriminación en cuanto al disfrute de los bienes y servicios públicos y también a las obligaciones públicas consecuentes. De esta forma, EL ESTADO no debería promulgar leyes donde se impida o dificulte el acceso a todo el mundo al transporte público en igualdad de condiciones, por ejemplo, ni debería tener en cuenta el sexo, la raza, la religión, la orientación sexual ni ninguna otra característica que no sea el mérito y capacidad en la contratación del personal público.
Con lo que ya discrepo de forma absoluta (y además creo que todo auténtico liberal debería participar de este convencimiento) es con que la discriminación tenga algo de malo o siquiera de irracional si la entendemos como negar el acceso a recursos privados del que toma la decisión de discriminar a un determinado colectivo. Así pues, creo que no es moralmente censurable ni a priori irracional el que, por ejemplo, un tendero (siempre que no sea el único del pueblo, claro) niegue el acceso a comprar sus productos (o permita el acceso a estos en condiciones discriminatorias) a los miembros de un colectivo en particular identificados de cualquier manera (DNI, color de la piel, aspecto, etc.). De hecho, la discriminación de precios o privilegios basada en la edad, la capacidad adquisitiva, en el sexo, en la profesión, en el calzado o en cualquier otro signo externo son la norma en numerosos sectores que ofrecen descuentos discriminatorios o condicionan el acceso a la indumentaria, y que yo sepa nadie ha protestado nunca a que en muchas discotecas las mujeres puedan entrar gratis, en casi todos los cines los pensionistas y estudiantes disfruten de jugosos descuentos, etc. En los contratos de seguros de todo tipo, por ejemplo, se practica la discriminación basada en multitud de indicadores aproximativos del riesgo individual del asegurado, y tampoco he oído nunca críticas a los seguros de automóvil con menores primas para las mujeres.
Donde sí que es cuestionable la discriminación es cuando la realiza el Estado en relación a los bienes y recursos públicos. Por ejemplo, la discriminación ejercida durante muchos años contra los varones para imponerles de forma exclusiva la carga de aportar servicios en especie a la defensa nacional (la “mili” de toda la vida), o el establecimiento de “cuotas” por sexos o razas en el acceso a puestos y servicios públicos, llamado “discriminación positiva” (o “affirmative action” en inglés), o la discriminación legal de los afroamericanos en los EE.UU. de antes de los años 60.
Veamos ahora por qué entiendo que la discriminación privada debe ser protegida por la ley contra la intromisión de los lobbies “antidiscriminación”, tanto de la derecha como de la izquierda. Está claro que si yo soy un empresario que necesita contratar a un trabajador o proponer un negocio a otro, o una aseguradora que se plantea asegurar a un cliente, o un hombre o mujer que se plantea proponer una cita o relación a otra, etc., el resultado de esa cooperación con la otra persona nos proporcionaría un beneficio mutuo (si no, la otra persona no aceptaría la propuesta), que no afecta para nada al resto de la sociedad. Cada uno de los agentes privados que tienen que tomar la decisión de a quién elegir estarán interesados en escoger a aquella persona más fiable y comprometida, con mejores aptitudes y cualidades para obtener el mayor beneficio posible para nosotros. Negarles ese derecho por parte de la sociedad o imponerles restricciones en su elección debería ser considerado un abuso de poder ilegítimo siempre por un liberal, ya que con lo que tiene cada uno, uno mismo debería decidir sus usos siempre que no afecten a los demás. Ese es un principio moral básico y también económico, ya que limitarlo tendría consecuencias perniciosas sobre los incentivos a la creación de riqueza y a la búsqueda individual de la felicidad. De hecho, su prohibición o limitación deberían entrar dentro de la esfera de privación de derechos individuales fundamentales, y ser causa de sublevación justa por cualquier medio proporcionado contra el poder establecido que los conculque. Resulta asombroso a la par que vergonzoso que no se haya incluido el “derecho a la discriminación privada” como derecho humano fundamental, junto a los de libre empresa, libre asociación, etc.
Ahora bien, en la mayoría de situaciones de la vida, el agente que propone el trato desconoce la “calidad” de la otra parte, por lo que utilizará cualquier información disponible públicamente de cualquier clase que esté correlacionada con las aptitudes que le interesan para realizar su elección. Si esas características observables de la otra parte son su sexo, belleza, riqueza, religión, juventud u orientación sexual, le interesará sin duda utilizarlas para discriminar de forma aproximada al mejor candidato al trato a priori. Dependiendo de la naturaleza del trato o negocio, utilizará unas u otras, pero cualquier interferencia en su uso hará que su decisión sea peor para él. ¿Puede ser inmoral en algún caso utilizar toda la información disponible de cualquier tipo para tomar esa decisión que afecta a dos personas? Lo dudo. Se me objetará que si esa señal utilizada no está realmente relacionada con la aptitud de la otra parte, la decisión individual libre sería el producto de un prejuicio y en tal caso perjudicaría a quien la realiza. Eso es impecablemente cierto, pero en tal caso, podemos estar seguros que el principal perjudicado de su elección irracional (ésta sí que lo sería) será el individuo que discriminó en contra de sus propios intereses. La libertad tiene esa propiedad de justicia de que acaba casi siempre pasando factura a quién la ejerce irracionalmente. ¿Se puede imaginar una penalización en el discriminador verdaderamente irracional más certera y adecuada que la que le dará el mercado? ¿Necesita en tales casos intervenir la autoridad pública como si tuviera toda la información del mundo para penalizar al que utiliza incorrectamente la información pública? Desde luego que no, y si lo hiciera correría el riesgo de equivocarse y afectar negativamente al bienestar social.
Si lo pensamos bien, la presunta inmoralidad de tales acciones constituye el auténtico prejuicio, ya que curiosamente los adalides morales contra la discriminación aplican su censura moral de forma sospechosamente discriminatoria. Por ejemplo, ¿por qué a nadie parece ocurrírsele censurar a las mujeres u hombres que sólo tienen citas con individuos de su propia raza y sexo, de condiciones económicas iguales o superiores, y de las edades adecuadas? ¿Por qué somos tan permisivos con las relaciones personales de tipo sentimental, sexual o afectivo de tipo discriminatorio y censuramos implacablemente las relaciones de tipo contractual o laboral? ¿Acaso no se trata de una distinción muy sospechosa y sin una motivación clara? Todas las situaciones sociales anteriores sin excepción son en el fondo similares: afectan a dos personas sin especiales vínculos emocionales inicialmente de las cuales el agente decisor tiene que escoger a la otra parte de entre muchos candidatos posibles basándose en características externas, ya que la capacidad o actitud de “rendir” en la relación de la otra parte es desconocida por el agente que propone. Aristófanes, en su comedia “La Asamblea de las Mujeres” fue el pionero que propone en tono jocoso la prohibición de discriminación sexual de los hombres como un objetivo político del nuevo poder de las mujeres, dando lugar a situaciones de gran comicidad. En el fondo, el poeta ateniense da en el clavo: la elección de qué situaciones se entienden como de injusta discriminación y acaban siendo prohibidas y qué situaciones se toleran sin interferencia depende en definitiva del éxito político de los grupos perjudicados por la discriminación. No cabe duda de que los grupos perjudicados serán en promedio menos efectivos en ese tipo de relación que los beneficiados, por lo que tratar de convencer al Estado para que utilice su poder coactivo y prohíba utilizar esas señales puede salirles a cuenta, a costa de los agentes discriminadores y de los más aptos que no serían discriminados. Ese tipo de influencia afectaría negativamente a la eficiencia en la mayoría de casos (las excepciones hacen referencia a situaciones en las que las “señales” utilizadas son socialmente “demasiado costosas”, pero eso es un tema más complicado que no tocaré ahora) y debería juzgarse en cualquier caso una injerencia política en la libertad individual. En nuestras sociedades occidentales existe además esa insufrible tendencia que lleva a una mayoría de opinión pública a imponer sus opciones contra la libertad individual de forma democrática pero inmoral. Por la misma razón que yo no tengo derecho a decidir el color de tus calzoncillos, nadie tiene derecho de decirle a un empresario a quién debe contratar y a quién no. Si no le gustan los rubios con gafas y piensa que hay razones para pensar que le resultarán menos rentables, es SU problema. Nadie tiene derecho (ni la información suficiente, por otro lado) de decirle que está haciendo mal. Pude no gustarnos su decisión, e incluso podríamos decidir nosotros discriminar contra él en otros ámbitos privados (no le invitamos a nuestra fiesta de cumpleaños, o no le queremos de proveedor de servicios, o de compañero de paddel..) y eso sería igualmente correcto. Sospecho que en realidad muchas de estas discriminaciones no se realizan por la amenaza de represalias sociales privadas de ese tipo. En cualquier caso, muchísimas situaciones de discriminación tienen lugar delante de nuestros ojos sin que aparentemente nos demos cuenta. Los individuos y las empresas normalmente encuentran maneras indirectas de discriminar de hecho en sus relaciones incluso aunque sean ilegales o mal vistas. Una forma es basarse en la información revelada por los sujetos a los que no discriminaríamos, siempre que sea creíble. Otra es utilizar variables más sofisticadas correlacionadas con el sexo, religión, etc. como nuevas señales. Bueno, para no ponerme demasiado pesado con el tema, dejaré más consideraciones para futuras entradas.
domingo, 11 de julio de 2010
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Moa ha dado una buena réplica a Marco. La cosa promete.
ResponderEliminarSi, efectivamente la discriminación (siempre positiva) puede ser buena. Pero al contrario de lo que usted opina, la discriminación debe partir de los poderes públicos y no de los privados.
ResponderEliminarToda discriminación privada buscará un beneficio privado. Algunas discriminaciones públicas buscarán un beneficio público.
Sin discriminación pública no existiría estado de bienestar, sanidad pública, pensiones, impuestos progresivos, etc.
¿Para qué atender a un anciano si se va a morir pronto?, o incluso más, ¿no sería mejor dejarlo morir pronto para que no hubiera que pagarle pensiones? Pero aquí no existen discriminaciones (o casi) y se atiende a todos los enfermos por igual.
Al revés, ¿no es más lógico que quien más tiene pague más impuestos? sobre todo porque de no ser así, sería insostenible el Estado de Bienestar.
El billete de autobús de su ciudad costaría con tarjeta un euro y comprada en el autobús casi 1,5 euros si no hubiera discriminación positiva de impuestos municipales. Hoy cuesta poco más de 0,50 céntimos y los jubilados con pocos ingresos no pagan. Yo aun haría más discriminación pública en muchos asuntos, por ejemplo en los libros de textos escolares.
Un tema sin duda apasionante.